Adiós, Monterroso
Lo demás es silencio *
Escuela de Ballet de Sylvie Reynaud

El 7 de Febrero falleció el escritor guatemalteco, Augusto Monterroso (1921-2003). Maestro de la sencillez compleja, de su punzante pluma nacieron los más perfectos relatos breves y esas fábulas irónicas que se adentraron en la condición humana. La siguiente es una crónica de un encuentro que sostuvimos con él en México.  

 

Escribe Diego Trelles Paz (desde Francia)

 

La primera vez que vi a Augusto Monterroso en una foto, sonreía al costado de un gigante barbudo que, aunque lo doblaba en estatura, no parecía hacer gala de su superioridad física. El hombre era Julio Cortázar y, lo que aquella imagen parisina mostraba, era la unión de dos de los más notables cuentistas latinoamericanos. Por entonces, de Monterroso sólo sabía dos cosas. La primera, que era el autor de El dinosaurio, el cuento más breve de la literatura universal (“Cuando despertó/ el dinosaurio todavía estaba allí”); la segunda, que era un hombre tímido y pertenecía a esa estirpe de escritores que siempre he admirado por su humildad y altruismo.

            Pero Monterroso no sólo era El dinosaurio (“mucha gente solamente me conoce por ese cuento y todos los demás míos, al parecer, ya no les interesan”), como Cervantes nunca fue sólo El Quijote. Su laconismo expresivo dio forma a una obra, si bien breve, absolutamente original. Monterroso siempre fue un escritor arriesgado para la literatura de su época, un adelantado que ostentaba la sencillez de un anónimo. Solía decir que los buenos cuentos tenían dos cualidades: la brevedad y la tristeza. Con sólo cuatro libros de ficción (Obras completas (y otros cuentos), 1959; La oveja negra y demás fábulas, 1969; Movimiento perpetuo, 1972; y Lo demás es silencio, 1978), cuatro de ensayos (La palabra mágica, 1983; La letra e, 1987, La vaca, 2000; y Pájaros de Hispanoamérica, 2002), uno de memorias (Buscadores de oro, 1993) y otro de entrevistas (Viaje al centro de la fábula, 1989), al igual que Rulfo y Arreola, supo colocarse dentro de ese selecto gremio de escritores de escasas palabras y aliento perdurable.

           Como lector de Cervantes, Borges y Swift, Monterroso cultivó el placer por la palabra precisa (“en cuanto la prosa se ve, es mala”). La libertad con la que se desplazó entre los géneros literarios, revitalizando la tradición fabulística a través de la parodia y la sátira, incorporando el aforismo (“Si Dios no existiera habría que inventarlo. Muy bien, ¿y si existiera?”), la crítica literaria y el palindrome (“Acá sólo Tito lo saca”) como mecanismos narrativos, al mismo tiempo que invitando al lector al diálogo, dan una idea de su modernidad literaria. La obra monumental de Monterroso se funda en esa ironía que satiriza la categoría misma del escritor, visto como un monumento; pero, sobre todo, en la capacidad de reírse de sí mismo (“soy tan chiquito que no me cabe la menor duda”).

 

 

Por las calles de Chimalistac

Fue en un Coloquio sobre su obra organizado en Austin, en donde escuché algunas anécdotas sobre El dinosauriocomo la de la lectora que le dijo que “iba por la mitad”; o ésa en la que Vargas Llosa, al citarlo, lo transformó en unicornio— donde surgió la posibilidad de conocerlo. Pero, fue gracias al profesor ecuatoriano Wilfrido Corral que la opción se hizo tangible. Sabía de mi interés por trabajar Lo demás es silencio desde la perspectiva de la existencia de un lector detective. Como la propuesta le gustó, llegué a la Ciudad de México en mayo del 2002 y me aventuré a llamar a Monterroso. Del otro lado de la línea, me encontré con una persona amable que, a través de las ondulaciones de mi voz, se daba cuenta de mi nerviosismo e intentaba tranquilizarme.

        La cercanía entre Monterroso y los jóvenes escritores siempre fue fecunda; él solía expresar que prefería “estar más cerca de las generaciones que empiezan a luchar”. Cuando joven, él mismo luchó en Guatemala contra la dictadura de Jorge Ubico. En 1944, participó activamente en las manifestaciones callejeras y fue uno de los firmantes del “Manifiesto de los 311”. Meses más tarde, caído ya Ubico, fue su sucesor, el General Ponce Váidez, quien lo detuvo hasta que logró escapar y asilarse en la embajada mexicana. En esas cosas pensaba cuando, caminando por las calles empedradas de Chimalistac, encontré su casa.

      “El señor lo espera” me dijo la mujer del servicio. Monterroso aguardaba en el umbral de la puerta. Cuando lo observé, vi a un hombre minúsculo, de mejillas sonrosadas, que me animaba a conversarle como si lo conociera desde siempre. Yo no podía evitar el rubor que me producía su presencia. ¿Cómo, pues, iba yo a entrevistarlo, a sentarme tan cerquita suyo, a decirle Tito? Cuando uno lee a los que admira cree que en realidad no existen. Y, sin embargo, ya tenía frente a mí a ese fantasma amable que me invitaba a sentarme mientras me ofrecía algo de beber.

   

Mi lector ideal es Sherlock Holmes

        “Haga su tesis como si no me hubiera conocido” fue lo primero que me dijo. Amablemente, se negó a dejarme grabar. Su sala era pequeña, confortable; de una de las paredes, colgaba un retrato en el que aparecía junto a su esposa, la escritora mexicana Bárbara Jacobs. Más que una entrevista, lo que vino después fue una conversación amistosa que se limitó a su cultura libresca, a lo que sería el mundo sin algunos libros y al compromiso literario.

        ¿Por qué no me habla de la primera vez que leyó El Quijote?

        Es muy difícil saber cuándo di ese paso. Primero lo tuve en mis manos con ilustraciones. Quizá tendría... no sé pero era niño. No sólo lo leía individualmente sino que, en mi casa, mi familia lo leía al mismo tiempo. Esto era motivo de conversaciones diarias. Procurábamos no adelantarnos. Creo que la primera lectura formal que hice solo, fue como a los diecisiete. En la biblioteca lo leí metódicamente. Ésa, fue una lectura consciente.

          ¿Algo, en especial, lo impresionó de esa lectura metódica?

Bueno, a través del Quijote me aficioné por los comentaristas de libros. Gente como Rodríguez Marín, que han dedicado su vida a que se entiendan mejor las obras. Lo sorprendente, era que había cosas a las que él hacía referencia y que no estaban en el Quijote; y luego por ahí aparecían otros comentaristas, comentados por ese mismo comentarista... Las notas fueron una verdadera fuente de mi enseñanza literaria.

            En Lo demás es silencio, usted hace la labor de comentarista y, al mismo tiempo, la del biógrafo de un hombre erudito y ficticio, Eduardo Torres...

Bueno, yo estuve publicando este libro, antes de tener esa forma, durante unos veinte años. Las primeras partes las publiqué sueltas, pero sin mi nombre, atribuidas a un tal Eduardo Torres. Así que el personaje adquirió vida, o una cierta ciudadanía, antes de que se supiera que yo estaba detrás. Comenzó como un seudónimo. Mis amigos no sabían que yo lo estaba escribiendo, excepto el director de la revista. Hasta que por fin di por terminado este juego y lo presenté como una biografía que había escrito...

  Usted ha jugado con la ambivalencia en las acciones de Torres. El lector no sabe, al final, si es un erudito o un tonto...

Por ahí se dice que nunca se sabe si es un tonto, un espíritu chocarrero o un sabio y es entonces cuando el lector debe preguntarse: ¿está siendo tonto o está parodiando a alguien? Lo que me gustaría que se vea, a estas alturas, es de qué se trata el asunto y entiendo que se trata de una parodia, no del Quijote, sino del eruditismo en general. Se necesita mucho ojo avisor para saber cuándo Torres dice tonterías porque él, a su vez, está parodiando a otros. Yo no soy Torres. No es un heterónimo mío. Él parodia mientras yo estoy parodiando, a través de él.  

¿Cuál sería su lector ideal?

            Mi lector ideal es Sherlock Holmes. En realidad, cualquier lector para mí es ideal porque no abundan. Aunque hay muchos grados de lectores ideales. Pero, claro, el lector ideal tendría que ser aquel que esté más capacitado para entender o darse cuenta (en el caso de Lo demás es silencio) de las referencias y alusiones literarias que hay en todo el libro y que, lo que no sepa, le interese. Sí, como dice usted, que sea como un detective.

   En seguida, Monterroso me dice que mejor hablemos de mí. Pero yo le pregunto por Borges. Sus ojos se resignan y mira hacia arriba, con aire de tristeza.

            Nunca lo conocí. Por timidez. Tuve oportunidades para coincidir con él, me invitaron muchas veces. Pero no fui...            

             Decido cambiar de tema y le pregunto por la  influencia del cine en su escritura.       

            Ví mucho cine pero con el tiempo fue dominando mi vocación por la literatura. Tuve que escoger. Eduardo Torres ya lo dijo: “la mejor prueba de que el cine no es un arte es que no tiene Musa”. La literatura es un arte muy serio, difícil. Requiere todo el tiempo de uno. Quiero decir que, si ves cine o una ópera, tiene que ser en función de la literatura. A eso le llamo yo dedicarle las 24 horas del día. Uno es transformador de todo en literatura.

 

La charla llega a su fin y él tiene la generosidad de acompañarme hasta la entrada. Mientras avanzamos, siguiendo sus pasitos lerdos, pienso en el triunfo de la humildad, en lo que me gustaría decir si es que a su edad tengo la fortuna de ser como él. Sus dos últimas frases tienen ese aire melancólico propio del anciano venerable y, desde entonces, no se han despegado de mí: “¿Sabe qué es triste? Lo triste es ver a alguien empeñado en hacer algo que a nadie le importa. El mundo puede pasarse sin El Quijote, sin La Odisea. Al mundo le interesa una chingada.” 

 


(*) Publicado originalmente el 16 de febrero, 2003 en el suplemento dominical DOMINGO del diario "La República"